Cuando pregunté a mis amigos del ashram sobre las viudas de Vrindavan, ninguno supo de qué estaba hablando. Para ellos Vrindavan es la ciudad del joven Krishna, han viajado hasta allí para sentirse cerca de su Dios, y fuera de ello nada más importa. “La ciudad de las viudas” y “La ciudad de Krishna” son dos realidades diferentes que conviven de forma paralela, al mismo tiempo y en el mismo lugar, pero sin tocarse.
Esto explica que el día que llegué me resultase imposible dar con el color blanco. Los alrededores del templo de ISKCON son territorio de devotos, canticos y velas, no de quienes han sido condenados al ostracismo y la muerte social. Porque ese es el destino que aguarda a las viudas en India: la muerte en vida. El rito del satí que las obligaba a inmolarse en la pira funeraria de su marido fue abolido bajo la dominación británica en 1829, pero en la práctica el castigo por haberle sobrevivido es aún peor que la propia muerte.
Considerada culpable del fallecimiento de su esposo y vista como portadora de desgracias, la viuda es estigmatizada el resto de su vida, viéndose obligada a vestir de blanco y raparse la cabeza. Solo le está permitido alimentarse una vez al día con comidas insípidas, sin sal, cebolla, ajo o picante; también debe renunciar a los deliciosos y omnipresentes dulces, y en definitiva, a cualquier tipo de placer terrenal.
Si este malvivir no fuese suficiente castigo, la viuda no es solo marginada por la sociedad, sino también por su familia política; la única que le queda desde el momento en que pasó a vivir en la casa de su esposo, donde en los casos más extremos es considerada poco más que una propiedad. Cuando el único vínculo que le une con esta familia deja de existir, la mujer es repudiada, y aunque en teoría desde 1956 se les reconoce el derecho a heredar, a través de diferentes tretas se ve obligada a renunciar a lo que legítimamente le pertenece para después ser enviada, en muchos casos por sus propios hijos, a ciudades como Vrindavan, donde al igual que en Varanasi se cree que quien muere queda liberado del ciclo de las reencarnaciones.
Tampoco el gobierno se preocupa por ellas. Existe una pensión por viudedad, que en Uttar Pradesh es una de las más bajas de India rondando las 150-200 rupias mensuales (entre los dos y los tres euros), pero la mayoría no la cobran; bien porque desconocen sus derechos, bien porque la corrupción imperante se encarga de que desistan en el intento de reclamarlos.
Sin dinero, lejos de sus hogares y despojadas de sus pertenencias, las más afortunadas comparten un cuartucho sin ventanas, agua ni electricidad con otras seis o siete o mujeres en su misma situación; en el peor de los casos duermen a la intemperie, con los perros.
Si se llega a Vrindavan sin tener conocimiento de esta otra realidad no se percibirá, en un primer momento, nada fuera de lo habitual. Una viuda aquí, otra allá… Solo cuando uno empieza a fijarse un poco se da cuenta de que el número es llamativamente alto; concretamente de casi un 30% con respecto a la población total de la ciudad.
A veces cuesta un poco darse cuenta de ello porque algunas son muy jóvenes, y es que, en India, la condición de viuda no guarda relación alguna con la edad. En un país donde la abrumadora mayoría de la población vive en zonas rurales, con todo lo que ello implica, muchas mujeres son casadas de niñas o adolescentes con hombres mucho mayores que al fallecer las dejan solas y desprotegidas, sin derechos ni propiedades y con toda una vida por delante para no aspirar a nada más que a morir.
A primera hora de la mañana es fácil verlas en su penoso caminar hacia los ashram y templos donde durante seis u ocho horas se dedican a orar a cambio de un plato de arroz y, con suerte, una cantidad miserable de dinero que puede rondar las dos o cuatro rupias, en función de los donativos del día y la cantidad de viudas a repartir.
Cien rupias = 1,38 euros
La primera vez que me asomo al interior de uno de estos templos, quedo sobrecogida ante la escena que me encuentro. Calculando a vista de pájaro no habrá menos de doscientas o trescientas mujeres sentadas en el suelo, unidas en una oración convertida en un murmullo continuo e invariable.
Me miran, sonrientes unas y desdeñosas otras; o quizá esa es solo mi impresión. Cuchichean entre ellas. El impacto y la vergüenza de saberme observada no me permiten pasar del umbral, donde permanezco durante unos veinte minutos, quieta como una estatua, hasta que dos de ellas me llaman desde el lado opuesto del patio para invitarme a presentar mis respetos ante su dios y, por supuesto, dejar una donación.
Al llegar al altar, segunda sorpresa. Tras una esquina que desde la puerta quedaba oculta, la imagen de esa primera sala se repite, como en un juego de espejos, hasta tres veces más. El templo es mucho más grande de lo que en un principio había creído, y el número de viudas que en el se reúnen supera tranquilamente el millar.
Un millar de viudas. Un mar blanco de cuerpecillos frágiles, y de fondo ese murmullo: “Hare Krishna, Hare Krishna, Krishna Krishna, Hare Hare; Hare Rama, Hare Rama, Rama Rama, Hare Hare”. Las emociones sobrevienen de golpe, un nudo aprieta fuerte mi garganta y cuando siento que voy a echarme a llorar, dejo deprisa un billete de cien rupias en el altar y salgo corriendo de allí.
Regreso al día siguiente. Y el siguiente. Todos los días el mismo ritual: observar desde la puerta, disimular la emoción, esperar a ser llamada y dejar cien rupias en el altar. Todo el dinero que no he dado en los últimos tres años lo estoy dejando en este lugar olvidado en Vrindavan.
Me debato: en mi presupuesto de mochilera cien rupias importan, y para una limosna en India es una cantidad a considerar. Pero al mismo tiempo me siento miserable: cien rupias equivalen 1,38 euros, ¿eso es todo lo que puedo dar? ¿Debería hacerme sentir mejor? Porque si de alguna manera inconsciente esa es mi egoista intención, no lo consigo. Entonces, no sé por qué lo hago. Podría dejar cincuenta rupias, podría dejar diez, podría no dejar nada. Podría no volver al día siguiente, pero vuelvo.
Vuelvo, y en esta ocasión desde el centro de la sala un grupo de mujeres se mueve abriendo espacio entre ellas, invitándome a sentarme. No puedo negarme, así que hago lo que me dicen, notando todas sus miradas clavadas en mi. “¿Y ahora qué?” Pienso con los ojos fijos en el suelo. Para salir del paso, decido unirme a su interminable oración “Hare Krishna, Hare Krishna, Krishna Krishna…”. Levanto un poco los ojos y noto que me miran aún más fijamente, con una cara entre la sorpresa y la sonrisa.
Pasados unos diez minutos dejo de ser el centro de atención y puedo dedicarme a observar con libertad. La mayoría son muy viejas, tanto, que sorprende que aún estén vivas. Otras, la minoría, son jóvenes, ¡tan jóvenes! Sobre el saree blanco visten chaquetas y chales de colores vivos, como en un último acto de rebeldía que sin embargo no logra disimular la profunda tristeza que se adivina en sus rostros.
Por si el panorama no fuese lo suficientemente desolador, mi mente decide tomar la iniciativa tratando de adivinar los pensamientos de todos esos espectros que tengo delante de mí. ¿En qué puede pensar una octogenaria que sabe que mañana va a ser un día exactamente igual al de hoy; que los hijos a los que crió tampoco van a llamar; que para su situación no hay salida alguna, más que la muerte? ¿Qué puede tener en la cabeza una chica de veinte años que después de ver cómo le arrebataban la infancia y todos sus sueños, ha sido condenada a una vida sin amor, familia ni esperanza? El nudo de mi garganta me da el primer aviso, y como no quiero montar un escándalo, salgo de la habitación.
En la calle, a pocos metros de la puerta, me encuentro con una mujer. Es muy menuda y se nota que ha sido guapa, pero no sabría decir su edad. En cualquier caso, apostaría a que aparenta más de la que realmente tiene.
Me pide una limosna, y por primera vez le digo que a cambio quiero una foto. Sus ojos parecen suplicantes, llenos de miedo, pero yo insisto. No sé que estúpido impuso me lleva a actuar así. Me estoy sintiendo mal en el acto, pero todos los principios por los que hasta ahora me había negado a sacar la cámara fotográfica parecen haberme abandonado. Quiero un retrato antes de irme de Vrindavan.
Los segundos que tardo en apretar el disparador se me hacen eternos. Por el visor puedo verla, tratando de sonreír y mordiéndose los labios al mismo tiempo. Nerviosa, muy nerviosa, mirando a ambos lados, como si temiese que nos estén vigilando.
Hecha la foto le doy las gracias y un billete de cien rupias. 1,38 euros que según tengo entendido es lo que puede costar el alquiler de un cuartucho sin ventanas durante un mes. Ella se lo lleva a la frente y con la boca dibuja una mueca que interpreto como de agradecimiento, pero sus ojos siguen teñidos de terror y de vergüenza, aunque ahí la única que ha perdido por completo la dignidad soy yo.
Me siento ruin, una mierda. Odio la maldita fotografía, pero prometo conservarla para no olvidar nunca a esta mujer y lo miserable que soy.
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